Decís: “Es cansado estar con niños”. Tenéis razón. Y añadís: “Porque hay que ponerse a su altura, agacharse, inclinarse, curvarse, hacerse pequeño”. Pero os equivocáis. No es eso lo que más cansa, sino el tener que elevarse hasta la altura de sus sentimientos. Estirarse, alargarse, ponerse de puntillas. Para no hacerles daño. (J. Korczak).
Al pensar en la infancia,
evocamos a menudo la imagen de la alegría, la falta de preocupaciones, la
ausencia de problemas. Es cómodo mirar y ver sólo una parte de la realidad, y,
como el avestruz, pensar que no existe lo que nos negamos a ver.
Pensar que el dolor infantil no
existe es un cómodo prejuicio; nos permite a los adultos fingir que “no pasa
nada”, o incluso el rechazo absoluto, explícito y comunicado al mismo niño, que
cuestiona que pueda haber una realidad significativa de carácter negativo vivida
por él.
El dolor infantil no debe leerse
desde las claves interpretativas propias de las emociones y sentimientos de los
adultos ya que tiene sus especificidades, pero que sea distinto no quiere decir
que sea inexistente.
Nuestros niños en su
cotidianeidad deben enfrentarse a experiencias dolorosas y a menudo se
encuentran solos en ese proceso. Una de las carencias de la educación de
nuestros hijos es que no nos atrevemos a prepararlos para el dolor o el
sufrimiento, aspectos que asustan y por ello son eludidos o eliminados de la
realidad familiar o escolar. De este modo los niños quedan indefensos ante
estas emociones, inevitables porque son constitutivas de la vida de todo ser
humano, y cuando se ven inmersos en ellas se sienten confusos y desorientados y
carecen de instrumentos para afrontarlas. La actitud social de “huida del
dolor” evita que nos vacunemos, y al desconocer lo que evitamos somos incapaces
de construir reacciones para superar la adversidad.
Es necesario, por tanto,
identificar las características de la percepción infantil del dolor. Nos
corresponde a los adultos decodificar los mensajes que nos envían los niños
para poder acompañarlos hacia una alfabetización emocional.
El primer paso, en la familia y
en la escuela, es ponernos en disposición de escucharlos; escuchar lo que dicen
con sus palabras, con sus gestos, con sus dibujos…
El segundo paso consiste en
conciliar, en educar y desarrollar armónicamente, la vida emocional y la vida
de la razón; sólo en la medida en que haya concordancia entre ellas es posible
aproximarse a los problemas existenciales sin desequilibrios. La emoción es
premisa y consecuencia de la razón. Si las emociones son indispensables para
que los niños se comuniquen y atribuyan significado a lo que les rodea, sería
necesario enseñarles a nombrarlas, porque lo importante es saberlas reconocer
para compartirlas y así sentirnos comprendidos y aceptados.
El tercer paso requiere proximidad
emocional, un niño sólo puede vivir los sentimientos si hay alguien que al
vivirlos lo acepte, lo comprenda, lo apoye.
Hoy nos encontramos con multitud
de niños que carecen de las palabras necesarias para expresar lo que temen, lo
que aman o lo que sienten que se agita en su interior; no las han aprendido y
no las saben usar. Pero son los mismos niños a los que les exigimos
responsabilidades y autonomía frente a los problemas por una parte, y
sobreprotegemos por otra. No conocer las emociones los deja indefensos
porque no se conocen a sí mismos ni a la
realidad que los rodea.
En la escuela corremos el riesgo
de separar la información de la comunicación. La información es el conjunto de
saberes ya dados que se deben transmitir al niño. La comunicación requiere empatía,
comprensión, compartir intercambios de impresiones y conocimientos; requiere
intersubjetividad, diálogo, relación recíproca. El problema aparece cuando
consideramos la comunicación como algo adicional, un apéndice de la actividad cotidiana
curricular. Pero es en este apéndice donde reside la posibilidad de conocer al
niño, de saber lo que piensa, de captar si está bien, de saber si sufre o si
necesita afecto.
Basar la escuela en el enfoque
informativo es entenderla como instrumento para la instrucción, pero no como
medio para la educación y la formación de la personalidad del individuo. No
existe aprendizaje sin gratificación emotiva, y el descuido de la emotividad es
el máximo riesgo en que incurre actualmente el sistema escolar.
Al mirar al patio de recreo lleno
de niños y niñas pienso en cuantos de
ellos pueden estar sufriendo, pueden estar sintiendo dolor emocional, en la más
completa de las soledades. Comenzaremos a saber cuantos son y cómo ayudarles
cuando comencemos a dar verdadera importancia a la educación emocional.
Para profundizar en el tema:
Comprender el dolor infantil. Michela Schenetti. Editorial Graó
Para profundizar en el tema:
Comprender el dolor infantil. Michela Schenetti. Editorial Graó
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